Así enseñamos los maestros rurales en aulas que juntan a niños de entre 3 y 12 años

El contacto con la naturaleza es una de las cosas maravillosas de la escuela rural

CP-SanMiguel-de-ValeroEn la escuela de San Miguel de Valero, un pueblo salmantino de unos 350 habitantes, tenemos la certeza de que las clases empiezan a las 9.30. Lo que pasa a continuación, en parte, es una sorpresa.

Porque durante la primera media hora, mis 11 alumnos y alumnas, de edades entre los 3 y los 12 años, se sientan sobre unos cojines alrededor de una alfombra y nos contamos cosas.

A veces, un niño trae un objeto para enseñárselo a los demás. Otras, comentamos el recorte de periódico que ha traído un compañero. Y, otras veces, sencillamente, nos contamos cómo estamos. Y, si alguien tiene un problema, buscamos una solución entre todos.

Si se les deja, los niños saben leer muy bien las emociones. En una ocasión, tras la muerte del padre de un alumno, yo no era capaz de contener mis ojos acuosos. Un alumno de siete años se levantó de su sitio, me rodeó con su pequeño brazo y me dijo: «No te preocupes, porque yo ya he pasado por esto y pienso ayudar a los demás».

A la gente le extraña que en las escuelas rurales puedan convivir personas de edades tan diversas, pero yo lo encuentro enriquecedor. Esta convivencia te prepara mejor para la vida, porque, cuando sean adultos, estos niños tratarán con personas de todas las edades. Pero, sobre todo, esta mezcla te enseña a respetar los ritmos de los demás.

Como maestra, este sistema multinivel o escuela unitaria, que así se le llama técnicamente, también está lleno de alegrías. Hay un momento que me llena de emoción: el instante exacto en que ese niño o niña al que llevas enseñando durante varios años interioriza por primera vez el contenido de un texto. Vivir el momento fugaz en el que una persona ha aprendido a leer es un espectáculo.

Y la disparidad de edades no lastra el rendimiento de ninguno. Después de la media hora de asamblea diaria, los alumnos se distribuyen por cursos para que cada uno siga el temario que le corresponde.

Los deberes y los ejercicios se encuentran plenamente individualizados, lo que nos ahorra uno de los problemas habituales en otros colegios: que los alumnos (y en especial sus familias) se pasen el tiempo comparándose.

No todos los alumnos se encuentran siempre en el mismo espacio. Algunos de ellos reciben lecciones de los «profesores itinerantes». La escuela de San Miguel de Valero forma parte de un Centro Rural Agrupado, Los Jarales, al que también pertenecen las escuelas de otros dos pueblos: Valero y San Esteban de la Sierra.

En cada una de estas escuelas, algunas maestras estamos permanentente y enseñamos casi todas las asignaturas. Pero hay otros, los itinerantes, que se desplazan de pueblo en pueblo y que, en nuestro caso, enseñan música, educación física, inglés y religión. En clase, en vez de «los itinerantes», les llamamos «los especialistas». Y los esperamos con muchas ganas.

Aunque Valero y San Miguel de Valero tengan nombres tan parecidos, en realidad son dos pueblos muy distintos. Solo seis kilómetros los separan, pero entre ellos hay más de 150 curvas. Si San Miguel de Valero se encuentra a casi 950 metros de altitud, Valero está a menos de 600. San Esteban de la Sierra también tiene su peculiaridades (además de un vino muy reconocido).

Todo esto hace que las costumbres y el carácter de sus habitantes sean muy distintos. Y de ahí que sean especialmente constructivas las convivencias que, por lo menos una vez por trimestre, organizamos entre el alumnado de las tres escuelas.

Estas convivencias, a veces, nos llevan a mezclarnos con la naturaleza. Porque el contacto con la naturaleza es, a mi juicio, otra de las cosas maravillosas de la escuela rural. Un niño de mi escuela, con la fascinación propia de su edad, nos pidió que estudiáramos a los astronautas.

Nosotros aprovechamos para, además de los astronautas, dar lecciones sobre el universo. Y eso nos llevó a organizar una excursión nocturna para que los niños viesen las estrellas y aprendiesen sobre los planetas, los cometas… A aquella excursión se apuntaron las familias de los niños, por lo que acabó convertida en una especie de fiesta con baile, colacao y pernoctación en la escuela incluidos.

Otra muestra del contacto con la naturaleza es el huerto que mantenemos entre todos en el patio. En la medida de lo posible, procuramos que nuestros cultivos estén relacionados con las materias que estudiamos. Pero lo más importante del huerto no es eso, sino que nos permite apreciar que, en la vida, hay cosas que requieren paciencia.

Por aquí no hay mucha gente, pero la proporción de personas interesantes no envidia a la de una capital. A veces, les pedimos que vengan a hablar con nuestros chavales, como la piloto que acudió a la escuela de Santibáñez (esta escuela formaba parte de nuestro Centro Rural Agrupado y hablaremos de ella más adelante). Reproduzco el fragmento de la conversación que mantuvo con uno de los niños, porque merece la pena:

-¿Y cuánta gente cabe en un avión? -preguntó el niño.
-¿Cuántos habitantes tiene este pueblo? -respondió la piloto.
-Unos doscientos.
-Pues entonces, en un avión cabría todo el pueblo.
-¿Y podríamos meter también los columpios?

Fomentamos que los niños hagan muchas preguntas, lo que nos ha llevado a situaciones divertidas. En una ocasión, nos visitó el obispo de Salamanca. Y las preguntas fueron de lo más espontáneo:

-¿Dónde te has comprado ese colgante que llevas puesto? -preguntó una.
-¿Cuántas mujeres tienes? -preguntó otro.
-¿Quién te ha regalado ese anillo tan grande? -preguntó un tercero.

Tras 11 años en plazas provisionales, yendo de una escuela a otra -alguna de ellas sin agua corriente-, concursé a una plaza indicando las 300 poblaciones de Castilla y León a las que me gustaría ser destinada. Aún conservo el mapa con esas 300 localidades señaladas. Pero no me tocó ninguna de ellas, sino que el Ministerio me asignó San Miguel de Valero. Creedme si os digo que lloré al saberlo.

Pero cómo es la vida. Veinte años más tarde, ya no me imagino en otro sitio: los habitantes de los pueblos sienten el paso del tiempo de un modo confortable, como no se siente en las ciudades. Por no hablar de los vecinos que, sin avisar, depositan las verduras de su huerto en la puerta de tu casa.

Yo ya había conocido estas escenas en mi pueblo de nacimiento, El Groo, donde ya solo quedan seis habitantes. En todo este tiempo, los pueblos han cambiado mucho. Se han abandonado muchas tierras. Parajes que la gente había moldeado con sus propias manos ahora se encuentran desprotegidos. Hay alarmas en las casas, cuando antes las puertas se encontraban siempre abiertas. Pero, sobre todo, los pueblos se han ido quedando sin gente. En San Miguel de Valero ya solo quedan unos 350 habitantes, cuando a mediados del siglo XX había más de 1.000.

La marcha o la llegada de una familia puede alterar el funcionamiento de todo un Centro Rural Agrupado, porque la ratio de alumnos es una amenaza constante para las escuelas rurales. En Santibáñez de la Sierra, como decía, el colegio cerró por la falta de alumnos.

El cierre de una escuela rural duele, porque se pierde un lugar de referencia. Pero no olvidemos que el fin de estas escuelas es solo una metáfora de un sistema de administración política que apenas cree en el entorno rural. Se trata de un sistema que ha perdido de vista nuestra relevancia para el equilibro de todas las cosas: de la biodiversidad, de las aguas, de los alimentos, del aire, de la vida en su conjunto…

La escuela rural podría servir como ejemplo a la administración en algunas cosas. Por ejemplo, a la hora de escuchar. Una tarde a la semana, dedicamos nuestras clases a «los monográficos». Este año hemos estudiado a Frida Kahlo como respuesta a la queja de una niña que apenas encontraba casi información sobre mujeres artistas. Y es lo mismo que ocurrió con el niño que quería estudiar a los astronautas: las escuelas rurales permiten intergrar las inquietudes en nuestra metodología.

Sobre la alfombra en la que los niños se sientan a primera hora, cuelgan tres carteles de una pared. En el primero se lee «no». En el segundo, «¿por qué?». Y en el tercero, «elegir».

«No», para que los niños sepan que nadie les obliga a participar en aquello que no desean, dentro o fuera de la escuela. «¿Por qué?», para que los niños se esfuercen en conocer el origen de las cosas. Y «elegir», para que conozcan la importancia de sus decisiones.

Si lo piensas, estos tres carteles podría aplicarse a la situación de los pueblos:

«No»: porque existen formas de oponerse a la desaparición de nuestros pueblos.
«¿Por qué?»: porque existen modelos de administración territorial diferentes a aquellos que excluyen al mundo rural.
«Elegir»: porque si quieres revertirlo, siempre puedes seguir el ejemplo de mucha gente que, en los últimos años, ha venido buscando otro tipo de vida. De esta manera evitaremos el cierre de las escuelas rurales y, además, mantendremos una forma de vida en la que aún pretendemos escucharnos.


https://verne.elpais.com/verne/2017/08/01/articulo/1501569054_956915.html

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