Deshumanización, sobrecarga, burocracia… Los obstáculos de la docencia confinada

Varias profesoras y profesores explican sus dificultades a la hora de abordar las clases en casa.

“Es un auténtico desastre porque nadie estaba preparado”, resume, en un titular, Eva Aladro, profesora en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. La docente sintetiza el sentir de una parte del profesorado. Consideran que el coronavirus ha depositado sobre sus espaldas más horas de trabajo, tareas y dificultades. Y que las están desarrollando en condiciones poco favorables.

“Estamos echando un montonazo de horas. Mi marido me dice que parece que estoy condenada a trabajos forzados”, confiesa Blanca Álvarez, maestra de un instituto madrileño. “Trabajo el doble y me pagan la mitad. Literal. Me han reducido el sueldo porque se han dado muchos alumnos de baja, pero sigo dando el mismo número de clases. Y a los que no se conectan les tengo que mandar las clases vía e-mail. Y son dos clases diferentes”, lamenta Julia, profesora de una academia de inglés.

¿Por qué se han extendido tanto sus horarios? A la dificultad de preparar las clases extraordinarias, se le suma el aumento de encuentros de coordinación, los cursos de manejo de las herramientas, las evaluaciones y la burocracia. “La administración no para de pedir el informe del informe”, critica Álvarez. “Nos exigen justificar continuamente todo lo que vamos haciendo, cosa que no te exigen en el día a día”, explica Blanca Fuentes, docente en el Instituto María Rodrigo, el único público del Ensanche de Vallecas, en Madrid.

Las reuniones de coordinación entre el personal de los centros se han multiplicado. “Acabo de terminar la segunda del día”, informa Álvarez, que además es jefa de su área departamental. Hay lugares, no obstante, en que no se pueden ni producir. En la Complutense, tras la masiva fusión de departamentos, algunos integran a más de 80 profesores. “Es imposible. No pueden intervenir ni llegar a decisiones colectivas”, indica Eva Aladro.

También se han hecho más complejos y duros la preparación y el desarrollo de la lección. “Todo aquello que hacías en clase hay que buscarlo on-line (juegos, materiales…) Y hay cosas en clase que podemos hacer que, quieras o no, a las profesoras nos da un descanso. Vía on-line no. Estás hablando sin parar, sin tiempo para moverte de la silla prácticamente. Me canso el triple. Termino y no sé ni qué digo. Ayer ya no sabía hablar ni español, ni inglés, ni nada”, bromea Julia. “Los chicos, por ejemplo, no están acostumbrados a mandar documentos. Recibimos cosas que son para hacer un libro: todo el cuerpo del mensaje en el asunto, fotos ilegibles, giradas…”, indica Blanca Álvarez.

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La corrección más básica, en ocasiones, se convierte en un mundo. “Corregir en el ordenador es horroroso. Se echan horas, horas y horas. Si me suben una foto para sintaxis, se la corrijo con un editor de fotos… Imagínate ir tachando lo que está bien o lo que está mal, poniendo la corrección que sea”, ejemplifica.

La pantalla no es un aula

Hay decenas de parámetros y casuísticas en las videoclases, que varían según la materia, la edad del alumnado o la respuesta de y ante los medios técnicos. Julia, que enseña tanto a menores como adultos, lo corrobora: los más pequeños han pasado a asistir acompañados de sus padres, y los más mayores piden con frecuencia ayuda con las herramientas de comunicación.

La reducción de la interacción alumno-profesor es, sin embargo, un denominador común de este nuevo escenario. Entre la lista de razones que explican este descenso se encuentran las medidas de seguridad y protección de datos. “Al principio hablábamos más con la cámara puesta. Tu imagínate que alguien sube una captura de pantalla de mi clase a algún sitio… Lo mismo te metes en un lío. Y entonces, cámara fuera”, cuenta Blanca Álvarez.

«No tienes el feedback que se produce ambientalmente, offline. Eso al profesor le condiciona: está más estresado, desde un punto de vista de la comunicación no tiene el apoyo que le supone ir a la clase y hablar con los alumnos. A 15 se les pueden ver las caras, en una clase de 50 es imposible”, explica Eva Aladro. “Yo hablo en soledad. Pierdo un tipo de interacción que tenía, a través de la comunicación no verbal o preguntas rápidas que se hacen en un momento, que ya te digo que hacen un cambio en la conversación.

Dependiendo del auditorio que tienes, das una clase de una manera u otra. Es una cosa de química, de piel, corpóreo: personas juntas en un espacio. Hay muchas cosas, muy poco conocidas todavía en la comunicación presencial, que se van al garete. Es como si todo el teatro fuera grabado y emitido, on-line. Se perdería un poco la sensación de inmersión que a lo mejor es mil veces mejor que la del 3D holográfico”, compara la experta.

Hay asignaturas, relacionadas con la experimentación y la práctica, en la que esta circunstancia ha trastocado totalmente el programa. “Es muy difícil adaptar una asignatura que se basa en un taller. Ver vídeos on-line o hacer trabajos de las cosas que estaríamos haciendo no es lo mismo. No podemos seguir como si nada hubiera pasado”, reconocía Altamira Sáez, profesora de Modelos y Prototipos en la Escuela Superior de Diseño de Madrid, en un evento publicado en las redes del centro. “Es un mundo totalmente distinto de una persona a otra, gente que tiene máquinas, tejidos o personas que ni siquiera pueden acceder al papel de patronar…

Estamos en un momento bastante desequilibrado: se han creado fines o metas comunes pero el seguimiento es súper individual. Es muy complicado para moda, y sobre todo para proyectos, hacer un seguimiento parecido al de antes. No tenemos espacio, no tenemos maquinaria específica, no tenemos materiales…”, explicaba en el mismo espacio Antonio Sicilia, maestro de patronaje industrial y diseño de complementos y colega de la ESDM.

Tablet-02Tampoco es sencillo para Francisco Moscoso, profesor de dialectos árabes en la Universidad Autónoma de Madrid.  “Muchas de esas clases son prácticas, y hay un nivel de comunicación entre el alumno y el profesor donde tú a veces tienes que interactuar en español y en árabe”. Además, recuerda, “de por sí ya es una lengua con mucha dificultad” en la cual “el lenguaje no verbal es muy importante”. La plataforma de videollamada que utilizan les está ocasionando, además, problemas. “Yo no he podido hablar en árabe. Muchas veces se cuelga, y depende de la conexión a Internet”. Moscoso ha cambiado el examen por un trabajo y ha colgado en el campus virtual vídeos y materiales. Los encuentros con los estudiantes los reserva para resolver dudas.

Los profesores consultados reportan problemas parecidos. “Se acoplan voces, de pronto pierdo a un niño, a veces no les oigo…”, cuenta Julia. “En las clases de grado se me cayó el sistema el primer día: entraron a la vez 50 chicos y se petó. Tuve que cambiarme a Zoom, que es un sistema privado y comercial que en su versión gratuita solo ofrece 40 minutos ininterrumpidos. Es enseñanza pública a través de un sistema privado. Eso está pasando con la mayoría de los sitios”, alerta Aladro. Esta doctora en Comunicación cree que los soportes de la facultad no están preparados para un examen on-line de miles de alumnos que antes acudían al centro para hacerlo.

Una adaptación contrarreloj 

El problema no son solo las herramientas multimedia, sino que muchos de los profesores y profesoras se han visto obligados a aprender a usarlas a marchas forzadas. “A muchos profesores les ha pillado todo eso de la teledocencia sin tener demasiados conocimientos”, admite Blanca Álvarez. “Las personas mayores tienen menos capacidad para dar una respuesta. La edad media en la Complutense es de 55 años. Imagínate la cantidad de gente mayor de 65 o 70 años. No hay casi nadie joven: tienen 40 o 40 y pocos. Con un profesorado así de envejecido no puedes saltar a un sistema digital que pueda ser más dinámico”, razona Eva Aladro, que, no obstante, considera que la situación, en parte, “viene bien para espabilar”, y que, además, es un paradigma que, en mayor o menor grado, ha llegado para quedarse. “Antes tenían un papel muy residual y, aunque no a todos los niveles, en muchos casos va a empezar a recurrirse a esto. Se está viendo que hasta cierto punto funciona.

Pero estamos en lo de siempre, pasa con otros elementos de la comunicación: puede empezar a funcionar y no convertirse en el sistema mayoritario”, reflexiona. Para algunos colegas, sin embargo, ha sido la gota que ha colmado el vaso. “Conozco a más de un profesor que se está planteando jubilarse, o dejar un contrato que tengan temporal en la universidad”, reconoce Aladro.

Los que continúan regresarán en septiembre a las aulas. La balanza, por tanto, debería volver a inclinarse en pro de la presencialidad. Y algunos profesores están preocupados. “¿Cómo van a articular todo eso de manera que tengamos una mínima seguridad para nuestra salud? Los centros son pequeños y las ratios están hasta arriba. Los espacios, los despachos y los departamentos son pequeños: respetando las distancias yo no sé si cabremos dos personas. Mete a 9”, se cuestiona Álvarez. “Si se encamina a un sistema mixto, como decía el ministro Manuel Castells (presencial y no presencial)… ¿cómo haces para separar a 7.000 alumnos en un metro en las aulas? Los grupos de grado son 70, 80…algunos 100. O te extiendes al campo de rugby que tenemos detrás o ya me contarás”, ironiza Aladro.

Olvidados en la excepcionalidad permanente

Cinco niños de treinta. Ese es el balance de asistentes de 2º de ESO a las clases de Blanca Fuentes, en el Ensanche de Vallecas. Para sus docentes, la COVID-19 no ha hecho más que complicar un trabajo pedagógico que excedía, con mucho, la impartición de Matemáticas, Historia o Educación Física.

“Es verdad que yo tengo los cursos más complicados. Hablamos de la brecha digital, pero esta es socioeconómica. Mis chavales de segundo de ESO estaban ya expulsados del sistema. La realidad es que no iban a sacar el curso: parte de población de Cañada, que están sin electricidad y se cae continuamente, parte de la Corrala, sin acceso a Internet, parte de los edificios verdes, que lo mismo. Se supone que no están desconectados, que les puedo llamar por teléfono o mandar un mail de vez en cuando. Pero no es real, porque son chavales que en buena parte habían abandonado o prácticamente abandonado ya el curso. ¿Qué ocurre? Que en sus casas (en muchos casos, en otros no) no tienen ningún tipo de seguimiento e interés por el estudio”, describe Fuentes. La capacidad para conectarse a la red y responder a algunos mails depende, relata la profesora, de que pase el autobús al lado de sus viviendas.

“Desde mi punto de vista tendría que estar dejando el temario a un lado, y preocuparme por la situación en la que están. Yo tendría que tener una cierta conexión con servicios sociales, con las asociaciones que trabajan en el barrio y demás, para asegurarnos de que esos chavales están viviendo en condiciones dignas. El instituto sería el lugar ideal para que toda esta red tuviera información de todas las casas”, opina la profesora. “Son chavales que aunque tengan todo suspenso vienen al instituto. Mi trabajo con ellos muchísimas veces no es tanto darles un temario sino trabajar otra serie de habilidades. Ahora mismo tienen que estar viviendo unas situaciones tremendas en sus casas. Ya las estaban viviendo. Y ahora están encerrados, puede haber enfermos, gente que ha perdido el trabajo… Aunque ellos den por perdido el curso. Los coles son mucho más que dar contenidos”, sostiene la docente.

Ahora, sin embargo, se encuentra atrapada entre una docencia imposible y una “burocracia” que califica de inútil, ya que que le obliga a preparar planes para alumnos que no tienen opciones para realizarlos ni para, siquiera, contactar con ella. “Si me ponen medios, yo hago un plan para que estos chavales puedan hacer algo. Me estás diciendo que les cuente en teoría lo que se supone que voy a hacer. No es que de repente ellos vayan a tener un ordenador para poder hacerlo. Yo puedo poner el nombre que quieras en una tabla, que el chaval sigue sin tener acceso. Nos están pidiendo mogollón de burocracia absurda que no se puede concretar en nada. Me dedico a rellenar hojas y hojas”, denuncia.

Alumnado de bachillerato

A Blanca también le preocupa su alumnado de Bachillerato, ya que sabe que la situación puede ampliar la diferencia de oportunidades entre ellos y los de otros centros: “Conozco las otras situaciones, de colegios donde las cosas están más tranquilas y dando contenido. Claro, la brecha se amplía. Tengo un 2º que no sé en qué condiciones van a llegar a EBAU (Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad)”. La situación de unos cursos y otros, no obstante, también es distinta. “Los de 1º de Bachillerato son 15, y esos están avanzando. Pero claro, quienes han llegado son, entre comillas, los privilegiados del barrio. Con ellos tengo acceso a Internet, contacto, manera de estar en comunicación… Es un poco diferente”, explica.

Blanca concluye con una crítica a la manera en la que las administraciones han gestionado la respuesta educativa. “A nadie se le ocurriría crear el método de desescalada sin preguntar a un experto en coronavirus. Y a todo el mundo se le ocurre crear estos planes de evaluación sin consultarnos a nosotros. Es tan sencillo como imaginar a la gente que está bien: una familia con cuatro miembros, todos con trabajo y con posibilidades de cuidar de todos, tienen que tener cuatro accesos a Internet, cuatro ordenadores, cuatro lugares de trabajo convenientes… Y los chavales estar durante 6 horas en el ordenador dando clases y luego hacer las tareas. Ni en la casa de los sueños. ¿Cómo se va a hacer aquí?”, se pregunta retóricamente.

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