Vaya por delante que soy un convencido partidario de la enseñanza pública. En todos sus niveles, también el universitario. El Estado, en mi opinión, debe proveer ese servicio esencial directamente, sin intermediarios. Con carácter universal, con las máximas cotas de calidad y poniéndola de verdad al alcance de todo el mundo. Exactamente igual que en el caso, por ejemplo, de la sanidad.

En España, como en otros muchos países, conviven centros de distinta titularidad. Los públicos, que son la inmensa mayoría. Los privados, que se financian por sí solos. Y los concertados, que pagamos entre todos pese a ser propiedad de empresas o instituciones con más o menos ánimo de lucro, principalmente la Iglesia católica.

La enseñanza concertada, tal y como hoy la conocemos, tiene en España una explicación histórica. Fue establecida en los ochenta por los primeros gobiernos de Felipe González ante la imposibilidad del Estado de hacer realidad entonces, sólo por sus  propios medios, el derecho constitucional a la educación.

Pronto, sin embargo, aquel sentido inicial se fue desvirtuando. Hasta el punto de que la enseñanza concertada, desde hace tiempo, no se relaciona tanto con el derecho a la educación como con la libertad de elección de centro. Que, obviamente, no es lo mismo.

La libertad de elección de centro no es un derecho, sino una opción y esa opción tiene un coste extra. Lo pueden pagar los padres o el Estado. Pero lo que está claro es que no sale gratis y, si la sufragamos entre todos, debe someterse en cada momento a la escala social de prioridades, en un ámbito de recursos siempre escasos.

SEIE_2018-F1-G3-Evolucion-Gastos-Privada

Los adalides de la enseñanza concertada sostienen, sin embargo, que ponerla en tela de juicio es una injusticia porque atenta contra la igualdad de oportunidades. Su existencia –dicen– permite que cualquier familia pueda disfrutar de las (supuestas) ventajas de mandar a sus hijos a un centro no público, independientemente de cuál sea su disponibilidad económica.

Sin embargo, esto no es así. Porque la enseñanza concertada, además de al Estado, también cuesta dinero a los padres. Un dinero que, por supuesto, no todo el mundo está en condiciones de aportar. Se disfraza de distintas maneras; con frecuencia, como contraprestación por actividades extraescolares. Y otras veces, incluso, como donación a las entidades promotoras, desgravable en la declaración de la renta.

Ni una ni otra cosas están prohibidas por la ley, siempre y cuando respeten lo previsto en los conciertos, se ajusten a la realidad y no tengan carácter obligatorio. El problema es que normalmente sí lo tienen, aunque sea de forma encubierta, como acaba de constatar Hacienda. Y de ahí que, en el caso de las desgravaciones, vaya a exigir la devolución de más de mil millones de euros escamoteados al fisco indebidamente en los últimos años.

Hay quienes se han echado las manos a la cabeza por ello y pretenden ver gigantes donde sólo existen molinos de viento. Es una impostura. Saben que Hacienda tiene razón, que no se trata de ninguna persecución, pero se niegan a reconocerlo. Porque esas y otras triquiñuelas ayudan a sostener un negocio que absorbe casi el 20% del presupuesto global de educación no universitaria.

Los cálculos más conservadores cifran los beneficios de la enseñanza concertada en no menos de doscientos millones anuales. Pero hay otro beneficio más sustancioso (intangible, aunque indudable) que es la posibilidad de adoctrinamiento que abre a quienes tienen interés en ello. Y esa posibilidad, con mayor ahínco incluso que el dinero, la van a defender con uñas y dientes.