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Muerte de un maestro

La educación pública abusa de los interinos.

Belén Carreño

La semana pasada murió un maestro. No era conocido, aunque igual lo conocías. Llevaba más de diez años dando clase en institutos de toda España. Tenía 43 años. Enseñaba historia. Historia. No, eso, no te dará de comer.

Murió opositando. Murió por la oposición. Se dice muy rápido, se digiere lento. Murió buscando un trabajo digno, una vida mejor. Se quedó a las puertas de cumplir, esta vez sí, su sueño sin saberlo. Más de una década dando tumbos por España. Cambiando cada año de instituto, y con él de casa, de amigos... detrás de un trabajo, la concha del caracol. Parece exagerado, pero es real. Tan real como fueron las lágrimas. Diez años jugando a la ruleta del trabajo con una sola apuesta. El precio de esta factura se paga en silencio. “Mala suerte”. Hasta que llega el momento de no soportar la presión.

Murió solo pero su vida fue como la de otros muchos. Casi 100.000. El equivalente a la ciudad de Lugo haciendo las maletas cada verano. Con los nervios desgastados en unas pruebas que repiten cada curso. Dan igual las buenas notas. No garantizan nada. Este año un nueve y el siguiente un cinco. Hay que sumar años con codos para conseguir una plaza. Eso los más veteranos. Los más jóvenes (los de treintaytantos) se conforman con un puesto en una bolsa de interinos que les permita dar clase un día, una semana o un mes a varios cientos de kilómetros de su casa. Se van de su barrio para llegar al tuyo. Para dar vida a sus aulas. Se conforman, dicen, con recibir al menos un sueldo, el mejor: sus alumnos.

Temporales que se convierten en educadores precisamente donde la formación hace más falta. Institutos de lo que antes se llamaban barrios obreros rebautizados “ensanches”. Donde habita el eufemismo escasean los profesores. Centros donde un profesor motivado es la diferencia entre el éxito y el fracaso de un alumno con suficientes problemas como para compartírselos a un extraño. Hoy estás, mañana te cambian. Para qué desahogarnos.

Aterrizan a menudo en el pico de una montaña. Donde el maestro, el cura y la Guardia Civil siguen siendo –oh sí, esto aún pasa– las figuras de referencia. El cura y la Benemérita permanecen. El maestro, cada año, cambia. En aquel pueblo asolado por la crisis, donde todos los jóvenes trabajaron haciendo puertas también educan los temporeros de la enseñanza. Institutos de desencanto. Los hijos de la crisis alumnos de sus consecuencias. Un profesorado precario y desarmado.

La semana pasada murió un maestro sin plaza. Sin llegar a saber que un año más había aprobado la oposición. Una vocación sin trabajo. Un profesor sin alumnos. Un licenciado en precario.

La semana pasada muchos alumnos se quedaron, sin saberlo, sin un buen profesor. Un profesor bueno. Alumnos sin ejemplos, sin referencias. Dicen que los jóvenes no respetan a sus maestros. ¿Los respeta la Administración?

Seguirán sus clases y faltarán sus maestros.

El sistema no lo notará. Uno menos. Tantos se rinden. Muchos se pierden. ¿Quién pierde?

No fuiste solo un número en una oposición.

In memoriam de Á. L.

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