Educar en el encierro

La epidemia nos ha puesto frente al espejo y lo que vemos es una imagen distorsionada y absurda de nuestro trabajo, una imagen produccionista.

Espacio de Opinión

Hoy he recibido una carta de la madre de una de mis mejores alumnas. En ella, lo primero que hace es darme las gracias por no atosigar a su hija con deberes. Me cuenta que ya tiene cinco plataformas de internet distintas en las que enredar para preparar la tarea diaria de su hija. Una locura en una situación de estrés como la que vivimos hoy.

Leer esto me ha movido a hacer esta reflexión. ¿Qué nos ha pasado estos días? ¿Nos hemos vuelto lodos locos? ¿Por qué muchos de nosotros hemos decidido añadir estrés a una situación de por sí ya estresante?

Pienso también en muchos compañeros míos, profesores de secundaria, excelentes profesionales enterrados bajo el cúmulo de comentarios, redacciones, ejercicios y actividades que no paran de llegar desde diferentes plataformas hasta su escritorio.

Puede que las nuevas tecnologías sean la repanocha, seguramente son herramientas maravillosas con las que se puede aprender mucho, pero hoy por hoy están muy lejos de sustituir lo que es una clase presencial, especialmente con niños y adolescentes.

Una clase es mucho más que contenidos y procedimientos. Una clase es un ejercicio de creación, de improvisación, en donde las emociones, la expresividad, el contacto, la sorpresa, el humor y los sentimientos se ponen en juego para dar algo mucho más allá que una mera transmisión de contenidos.

Quien no siente este oficio no lo comprenderá nunca. Por eso hay tanta gente empeñada en pensar que esto puede hacerlo cualquiera o que los profesores pueden ser sustituidos por pantallitas porque… total, ¡cómo no trabajan nada!

Debemos pensar mucho menos en esas personas y más en la importancia de nuestro oficio para despertar en la ciudadanía la curiosidad, el amor por el saber y la cultura. Un buen profesor no es un asignaturero, si me permiten el neologismo, es un despertador de curiosidad. Si lográramos esto, el saber sería un placer y no una obligación tortuosa.

Debemos pensar mucho menos en los ignorantes que llevan años intentando desacreditar nuestra profesión ante la opinión pública y mucho más en nuestros alumnos. Debemos pensar mucho menos en las programaciones y bastante más en lo que necesitan las personas que se sientan ante nosotros todos los días.

Obsesionados con los resultados, las estadísticas, los informes de los burócratas, muchos de ellos desertores de la tiza porque no saben ni sabrán nunca tratar con alumnos, estamos convirtiendo nuestro oficio en una tarea propia de una novela de Kafka. Nos hemos olvidado de leer en las clases porque no hay tiempo, apenas escribimos porque no hay tiempo, no enseñamos a los chicos a pensar porque no hay tiempo.

La epidemia que hoy nos sitúa ahí fuera nos ha puesto frente al espejo y lo que vemos es una imagen distorsionada y absurda de nuestro trabajo. Produccionista, centrada exclusivamente en la eficiencia y la productividad, como si trabajásemos con máquinas o como si nosotros mismos fuéramos máquinas. Todos volcados en dar una programación a toda prisa y en poner una nota, o dos o tres. Nos hemos olvidado de lo principal: ser humanos.

Así, ante una situación de emergencia, impulsados por unas autoridades que deben creerse eso de que están al frente de una panda de vagos (por eso estuvieron castigados en los centros cuando ya no había alumnos) nos hemos puesto manos a la obra como autómatas. Todos a discutir y a competir por ver quién tiene la aplicación más eficiente, con mayor capacidad de carga, educación online, conferencias virtuales, diseñadores de tareas.

La carta de la desesperada madre de familia de hoy me ha hecho recapacitar una vez más sobre muchas cuestiones que acarrea este oficio. Una de ellas es que no hay aplicación, ni pantalla, ni programa que pueda competir con la sensación de estar frente a un grupo de alumnos lodos los días y ver sus caras cuando realmente han aprendido algo, han llegado al conocimiento por si mismos o han acertado en una decisión fruto de su propia reflexión.

Y ese debe ser nuestro reto, el de procurar una educación capaz de hacer a los alumnos pensar, sentir curiosidad, amar el conocimiento. Y para eso, lo mismo nos da una tiza que una pantalla, porque ambos son recursos que bien usados llevan al conocimiento. Ténganlo en cuenta los que quieren una educación de esclavos encadenados a las pantallas, vigilados y controlados por el poderoso sistema operativo.

Internet es una herramienta maravillosa, pero sin un bagaje previo de conocimiento y sentir critico nos desarma y abruma, y eso es una tarea que deben hacer los humanos, con libros, con ideas, con aplicaciones y con tizas, pero con pausa, con paciencia y con esmero.

Solo así recuperamos la verdadera esencia de la educación, eso que hace imprescindibles a los profesores, a los alumnos y a las familias. Esa formación que no nos impele a competir en una carrera desenfrenada, sino a edificar un mundo más humano, mejor, capaz de sobreponerse a la ignorancia, el miedo y la demagogia.

Roberto-German-Fandiño-Perez

Roberto Germán Fandiño Pérez.- Profesor del IES Práxedes Mateo-Sagasta. Doctor en Historia

Ya ha transcurrido más de una semana desde el comienzo de nuestra nueva vida confinada y encaramos tres semanas más de encierro en casa. Han sido unos días de ajustes para todos y en muchos planos: la suspensión de nuestra vida social y la búsqueda de nuevas rutinas en los metros cuadrados de nuestro hogar; las videoconferencias y llamadas entre miembros aislados de la familia y nuestras amistades; la gestión del teletrabajo, las necesidades familiares y los aplausos por las ventanas dedicados a los héroes profesionales de esta pandemia; el delicado equilibrio entre la ansiedad ante la enfermedad y la crisis económica y la esperanza de la resistencia o, simplemente, la curación. En resumen, una vida muy agitada entre las cuatro paredes de casa.

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