Mientras hago turnos en el tribunal de selectividad, uno tras otro, y veo trabajar, silenciosos, a decenas de aspirantes a entrar en la universidad, un profesor de secundaria me pregunta: “En la universidad, ¿notáis que los estudiantes llegan peor preparados que antes?”. Es una de esas preguntas tópicas a las que todo indica que habría que contestar inmediatamente que sí y empezar a despotricar acerca de la decadencia de las instituciones educativas, pero titubeo y no sé qué contestarle. ¿Peor que quién? ¿Peor que los estudiantes formados en las escuelas del franquismo a golpe de lista de reyes godos y que han ocupado los puestos de reconocimiento y de poder hasta hoy? ¿Peor que muchos de mis colegas, profesores de universidad, que no saben más que acerca de un autor o de un tipo de alga oceánica o de un parámetro de análisis sociológico, ignorantes acerca de todo lo demás, pero bien valorados porque ese microconocimiento produce publicaciones de impacto y un incremento de inversiones privadas? ¿Qué se supone que es estar hoy bien preparado?
Entiendo que una buena preparación consiste en adquirir autonomía y criterio propio para desenvolverse en el propio tiempo. A quien goza de esto podemos considerarle una persona culta, tenga o no estudios formales. Para conseguirlo son necesarios algunos conocimientos, cierta capacidad crítica y de relación y, sobre todo, deseo, mucho deseo. Deseo de no dejar de aprender y de hacerlo desde la propia vida y con vistas a las consecuencias personales y colectivas que tiene el saber. ¿Es esto lo que se enseña actualmente en las escuelas? Yo no lo sé. Pero sí sé que no es lo que se practica en el sistema universitario en general. Por tanto, desde la universidad no podemos quejarnos acerca de cómo “nos llegan” los estudiantes. Lo que deberíamos hacer es interrogarnos acerca de qué relación con el conocimiento estamos alimentando y por qué una sociedad altamente universitaria como la nuestra (sobretitulada, según algunos) no es necesariamente una sociedad más culta ni más autónoma. Solo así podremos dar un verdadero contenido a la tan urgente “defensa de la universidad”: una defensa que no tiene que consistir ni en su preservación ni en rendir cuentas acerca de su competitividad, sino en la apuesta radical por su carácter de institución pública al servicio de la cultura, entendida en un sentido fuerte, y de la igualdad social.
Yo tengo la suerte de tener estudiantes un tanto anómalos, que han tomado la decisión de estudiar filosofía en estos tiempos. Jóvenes que deciden dedicar unos años a lo que les gusta, y no tan jóvenes que por fin encuentran el momento de dedicarse a aquello que verdaderamente les inquieta. En general escriben bien y hacen pocas faltas de ortografía. Leer, no sé si leen mucho, pero por lo menos tienen noticia de bastantes más cosas que yo en quinto de carrera. Sin embargo, hay algo que me alarma: su tremenda dependencia. Les angustia la falta de indicaciones precisas, de pautas, de modelos. Son perfectos ejecutores de instrucciones pero entran en pánico si tienen que ir al encuentro de sus problemas, deseos, necesidades, a la hora de decidir o de manifestar sus propios desafíos. El curso pasado les escribí una carta donde les decía, entre otras cosas, que su obediencia me rebelaba. Hoy me pregunto, ¿de dónde viene esta obediencia y cómo la estamos creando?
Las explicaciones clásicas acerca de la obediencia voluntaria son conocidas: el miedo, la pereza, la costumbre… Siguen estando ahí, bien instaladas entre nosotros. Pero creo que en esta obediencia actual de nuestros estudiantes hay una dependencia profunda creada por la manera misma como transmitimos y practicamos el conocimiento. Practicamos una relación con el conocimiento que nos hace dependientes. Dependientes y, por tanto, disponibles. Terrible paradoja que hubiera puesto los pelos de punta a cualquier ilustrado de la primera época de las Luces… O no tanto, si atendemos a las alertas que lanzaron ya gente como Rousseau, en su Discurso de las artes y las ciencias, donde denunciaba la falsa pompa del saber que escondían corazones cada vez más débiles, o Diderot y D’Alembert, que ya apuntaban en su famosa Enciclopedia el peligro de indigestión y de inutilidad que amenazaba a sabios y científicos de su propio tiempo si no aguzaban el sentido crítico.
Cada época y cada sociedad tiene sus formas de ignorancia correspondientes. La nuestra, en general, ya no es una sociedad condenada a la ausencia de conocimientos, sino más bien ahogada en conocimientos que no pueden ser digeridos ni elaborados en contextos que les den sentido. ¿De qué nos sirve poder acceder a lecturas, cursos on line, documentales e informaciones si no podemos relacionarnos con ellos? Lo que nos falla hoy no es tanto la posibilidad potencial de acceso al saber como la posibilidad real de saber con sentido. De ahí la falta de autonomía: podemos llegar a saber muchas cosas y a dominar múltiples competencias, pero no constituyen verdadera experiencia ni comprensión del mundo.
Las causas de esta desvinculación entre conocimiento y experiencia tienen que ver con tres procesos a los que la propia universidad no es ajena. En primer lugar, la creciente saturación de la atención, desbordada por un crecimiento exponencial de la información. Como explican los economistas de la atención, no podemos asimilar toda la información que nos llega, ni siquiera aquella que nos incumbe más directamente. Esto provoca una peculiar forma de crisis. Lo sabemos, de forma grotesca, en la universidad: ¿qué proporción de artículos científicos publicados son leídos realmente por los colegas del mismo ramo?
El segundo proceso, derivado del primero, es la segmentación de disciplinas y públicos. Más allá de la especialización y de la fragmentación de los saberes, estos se segmentan y se empaquetan en función de públicos expertos o no expertos, clasificados por edades, orígenes o franjas de mercado.
Finalmente, el tercer proceso es la estandarización de los procedimientos y de sus resultados. También lo conocemos bien en el sistema universitario: investigando cosas distintas incomunicadas entre sí, sin embargo, todos somos premiados por hacer bien lo mismo, es decir, por publicar en determinados medios y generar actividad (congresos, etcétera) de un mismo tipo. Se estandarizan los procedimientos vacíos, mientras que cada vez podemos hablar menos entre nosotros acerca de lo que pensamos, investigamos, enseñamos o escribimos.
Escribo estas líneas en este periódico porque aún es el que leen muchos profesores y profesoras de universidad. Es un llamamiento a no caer en el lamento acerca de lo que nos viene de fuera: recortes y alumnos mal preparados. El mal también lo tenemos dentro. Junto a la denuncia necesaria acerca de todo lo que amenaza hoy a la universidad pública e igualitaria, estas líneas son un llamamiento a mirar hacia dentro para hacer hoy de la universidad un contexto de experiencia compartida y de aprendizaje. Para ello necesitamos articular nociones comunes que, más allá del discurso formal de la interdisciplinariedad, forjen un nuevo abecedario y una cultura verdaderamente libre, en complicidad con otros ámbitos de la sociedad, que ya están desbordando las formas de institucionalidad conocidas hasta hoy. ¿Nos comprometemos con esta apuesta?
¿Tenemos futuro todavía?
Cuánta sensatez contienen las reflexiones de Marina Garcés en su artículo del pasado día 4 acerca de los estudiantes bien preparados, a los que caracteriza por la autonomía y el criterio propio, además de conocimientos y capacidad crítica. Qué frustración la de muchos profesores universitarios que no pueden hacer esto, porque, además, los estudiantes tampoco se lo demandan. A mediados del siglo XX, en las escuelas nos educaban en la obediencia, pero en la actualidad no hemos avanzado mucho cuando nos impulsan a la más absoluta dependencia. No hablemos de lo que nos exige el mundo laboral para poder mantener el puesto de trabajo: fidelidad y entrega total a las empresas, aguantarse con sueldos de miseria, dedicar las horas que sean precisas para cubrir incluso la carencia de plantilla necesaria, etcétera. Si hablamos de Europa, ¿qué otra cosa piden más que la total sumisión a sus directrices de austeridad, empobrecimiento y sometimiento como si no hubiera otra alternativa posible? Nos hemos acostumbrado ya a ello, desgraciadamente. El mal lo tenemos dentro; sí, en el nivel secundario, universitario, laboral, económico y político. Sometidos y colonizados por doquier, ¿nos queda todavía futuro?—Julián Arroyo Pomeda. Madrid