Universidades de iniciativa social

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Enrique Javier Díez Gutiérrez. Universidad de León

Tratan de identificar la iniciativa privada empresarial o de grupos religiosos con la denominada «sociedad civil», ocultando que quienes tienen su titularidad tienen su propiedad (por lo tanto, no es pública), que sus fines son privados…

El 7 de julio del 2014, se presentaba el Informe CYD 2013 con la presencia del Ministro de Educación español, Wert. Este informe, de la Fundación de Ana Patricia Botín (la hija de Emilio Botín, presidente del Banco de Santander) ha presentado sobre la Universidad, se titula ostensiblemente La importancia de la universidad para el crecimiento de la economía española. Este título coincide sustancialmente con el primer prólogo del anteproyecto de la Lomce, la actual reforma educativa española.

En él se afirmaba que «la educación debe entenderse como motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país […] para competir con éxito en la arena internacional […] representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global». Tantas críticas recibió que el ministro se apresuró a retirarlo de la ley, aunque la ideología que subyace se deja traslucir a lo largo de todo ella.

Hacer una reforma educativa con la idea de formar trabajadores competitivos en el mercado, no es simplemente una forma estrecha de entender la educación sino que es una inversión de los principios y valores en que se fundamenta nuestro sistema educativo: formarse como profesional es algo necesario, pero subordinado a la prioridad fundamental de cualquier sistema educativo, acceder al saber para formarse como persona y ciudadano o ciudadana crítica para avanzar en la construcción de una sociedad más sabia, justa y cohesionada.

El problema es que este es el enfoque de la reforma universitaria que pretende aplicar el ministro Wert.

Uno de esos aspectos cruciales, nada baladí, que introduce este informe de la fundación Botín, es el abandono del término «universidades privadas» por el de «universidades de iniciativa social». Al igual que la Confer y la Fere, las patronales del sector privado educativo y religioso, han iniciado una campaña para redenominar los colegios privados como «centros de iniciativa social», algo a lo que se han apuntado con entusiasmo Consejeros de Educación de comunidades autónomas del Partido Popular muy ligados a grupos ultracatólicos, la Fundación CyD es la encargada de iniciar esta campaña en el ámbito universitario.

Se pretende así eliminar del imaginario colectivo que el origen de los centros y universidades privadas está asociado a grupos empresariales y religiosos privados, que tienen el poder económico suficiente para montarlos y cuya finalidad es el beneficio económico (el ‘mercado’ de la educación mundial mueve dos billones de dólares según datos de la UNESCO y ninguna empresa monta un negocio para convertirlo en una ONG). Se trata de sustituir el término «privado», por el «de iniciativa social», cargado positivamente, porque activa en nuestro inconsciente la asociación con organizaciones promovidas por la sociedad civil. Como si cualquier grupo de ciudadanos y ciudadanas, de cualquier barrio marginal y sin recursos económicos y fuertes lazos de intereses con el poder político, pudiera poner en marcha una Universidad o un colegio de primaria y secundaria.

Es sorprendente este interés de la fundación de Botín por las denominaciones. Admiten que «cuando nos referimos a las universidades privadas, todos entendemos que estamos hablando de la titularidad de estas instituciones. En nuestro sistema universitario europeo dominan las universidades de titularidad pública; por lo que el resto de universidades, al no ser públicas, reciben la denominación genérica de privadas». Pero cuestionan que por privado podamos «entender aquello que tiene su origen en un interés de parte, frente a lo que promueve el interés general».

Por eso tratan de correr un denso velo sobre estas «disquisiciones», tratando de ocultar que todo negocio privado, como son los colegios privados y las universidades privadas, promueven el interés de los accionistas e inversores que buscan la rentabilidad de su inversión —aunque los grupos religiosos la conciban como «rentabilidad ideológica» más que económica, en algunos casos—, y que, efectivamente, a los centros y universidades privadas sólo pueden acceder quienes se las pagan y que, precisamente ese proceso de selección y segregación de clase social, es uno de los principales aspectos en lo que se basa buena parte de su factor de atractivo para sus clientes, como vienen demostrando las investigaciones educativas.

Para la Fundación de Botín no nos podemos dejar «engañar por señuelos terminológicos». Porque lo que se trata es de qué aportan las diferentes instituciones de educación superior al reto de situar a nuestro país en el ranking de competitividad. «Quien mejor lo consiga, más merecedor se hace de ese título». «No tiene sentido establecer vínculos entre conceptos como la calidad o el servicio, por una parte, y la titularidad pública o privada, por otra». Suponemos que no tiene sentido para quienes se las pueden pagar y para quienes las ven como un negocio, como establece el Tratado de la Constitución Europea.

Pero no tiene nada de pública la oferta de esos «pocos» grupos o corporaciones con intereses comerciales o ideológicos muy concretos. Por eso hay un reiterado empeño puesto en trasladar el debate desde los conceptos de educación pública y privada a los de estatal (organizada por el Estado) y de iniciativa social (no está organizada por el Estado). Aprovechando el tirón de imagen que tienen el mundo de lo «no gubernamental» y la «sociedad civil» se trata de asimilar la iniciativa empresarial o religiosa privada con ello, sólo por el mero hecho de no ser estatal. Se recalifica así de «estatal» a la educación universitaria y no universitaria pública y de «pública» a la enseñanza privada y concertada, favoreciendo en esta confusión la reinvención de la escuela privada como escuela pública de iniciativa social.

Se trata de identificar la iniciativa privada empresarial o de grupos religiosos con la denominada «sociedad civil», ocultando que quienes tienen su titularidad tienen su propiedad (por lo tanto, no es pública), que sus fines son privados (la obtención de beneficio económico o la propagación de sus creencias religiosas), que su gestión es privada (especialmente la contratación de sus profesionales) y que los mecanismos concretos de selección de la clientela la convierten de hecho en una educación dirigida a sectores determinados. Sólo la financiación sale de los impuestos de toda la ciudadanía.

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