Maestros
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Guardo el recuerdo de mi padre dando clases por las noches –después de hacerlo durante todo el día con sus alumnos– a los mineros de Olleros que lo necesitaban, como ahora veo que vuelve a hacerse en muchos pueblos de la provincia leonesa gracias a la Diputación.
Recuerdo también a mi hermana recorriendo las carreteras de esa misma provincia para impartir clase en escuelas remotas, algunas de las cuales iban cerrando detrás de ella por falta de alumnos.
Y no recuerdo a mi abuela María ni a mi tío Ángel, los dos maestros también, a mi abuela porque murió cuando yo tenía cuatro años y a mi tío porque desapareció en la guerra, pero en La Mata de la Bérbula y en Orzonaga, donde ejercieron su profesión, me han hablado con respeto y con agradecimiento de ellos.
Como los maestros de mi familia ha habido muchos y sigue habiéndolos que, con mejor o peor fortuna, con más o menos vocación, con mayor o menor acierto y conocimiento pero siempre dando lo mejor de sí mismos, han hecho y siguen haciendo de la enseñanza la profesión más noble del mundo, pues sin ella el género humano sería mucho más pobre de lo que es.
Y lo han hecho, en muchos casos, sin apenas medios ni reconocimiento público y a cambio de sueldos indignos, lo que no les ha impedido cumplir con su cometido día tras día hasta su jubilación.
A ellos y no a las instituciones públicas, que normalmente no sólo no los ayudan, sino que los marean con leyes y con continuos cambios, la mayoría de ellos improvisados y sin contrastar con la realidad, les debemos que de provincias como León, mayoritariamente rurales y sin gran nivel económico, hayan salido y continúen saliendo miles de universitarios, o por lo menos personas formadas para poder defenderse en la vida.
Así que no saquen pecho los gobiernos, ni el central ni los autonómicos, por los resultados de los informes Pisa o por las comparaciones con otros territorios del Estado, como si dependieran de verdad de ellos.
Los buenos resultados de la enseñanza española y de la de Castilla y León en particular se deben, no única ni exclusivamente, pero sí principalmente, a los profesores, esos hombres y mujeres que se dejan la piel en el día a día, a veces a pesar de los políticos y de las asociaciones de padres y madres, que estorban más que ayudan a menudo, para hacer mejores personas a nuestros hijos.
Y todo ello sin obtener a cambio otro reconocimiento que un sueldo exiguo y, de un tiempo acá, también, la indiferencia irrespetuosa de una sociedad que ha olvidado que todo lo bueno que puede esperar del futuro, lo mismo a nivel individual que colectivo, se lo deberá a su educación. Así nos va.
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